miércoles, 11 de julio de 2012

El caso Fortes*


Antes que otra cosa, me disculpo: no sé si este sea el medio adecuado para hacerle llegar este tipo de información. Si no lo es, le agradecería que omitiera mi equivocación y continuara leyendo. Después de todo, sólo soy un ingeniero que sabe que usted es un periodista que hace un reportaje sobre la explosión en el Congreso, y creo que este texto puede servirle más a usted que al Gobierno. Es la trascripción de una cinta que parece tener datos sobre el caso. Disculpe de nuevo el atrevimiento: hago esto como último acto de responsabilidad cívica, dado que sé que lo que viene me alejará de todo, de todos: en cuanto envíe esta carta, planeo escapar a un bosque olvidado o suicidarme.
Ojalá que, a diferencia de mí, esta información no lo haga creer que un día algo saltará desde el espejo; que nada, ni siquiera esta carta, podrá salvarnos de lo que viene.

(la grabación comienza cortada)

“… porque sé que algo me pedirá cuentas; da igual si un ejército vestido con trajes transparentes o un lagarto gigante y hambriento. Con vergüenza digo que nunca aprendí a cabalidad el lenguaje de los droides ni los métodos básicos de crianza de gusanos (nombre ininteligible). Dudo que me quede mucho tiempo: afuera algo ruge intermitentemente; por la ventana he visto pasar dos veces una sombra, o eso me ha parecido. Por momentos el suelo vibra, como si en efecto algo fuera a caer del cielo, y alguna luz corta la noche. Han pasado casi dos horas. En un principio temí que la policía tumbara la puerta; luego, la manada de ambulancias; después, que los reporteros cercaran el edificio. Ahora no sólo añoro lo que llevo esperando, dios me perdone, sino la cámara, la camilla y hasta la picana.
“Ahí está el temblor de nuevo. ¿Se escucha? (veinte segundos de silencio)
“Supongo que los testamentos comienzan de otro modo, así que empezaré en orden: mi nombre es Emiliano Fortes. Soy Miembro Fundador del Maratón de Carne, Marcianos y Dragones, y esa es toda mi culpa. Sé que el nombre solo parece explicarlo todo, pero la situación es distinta: a pesar de que parezca que éramos una suerte de secta rindiéndole culto a un dios extraño, para mí nunca tuvo otra magia que la de separarme del mundo cada sábado para mirar durante horas películas de zombies, o vampiros, o robots extraterrestres luchando a muerte con ejércitos vestidos con disfraces de cartón en un set sin importancia. Nunca pensé que asistir a esos rituales nocturnos, tirado sin zapatos frente a una televisión que a veces se apagaba sin ninguna explicación, fueran a acabar con este mundo y quién sabe con cuántos otros. Lo que quiero decir es que yo no sé nada de la explosión en el Congreso. Nunca lo supe. Ni siquiera cuando conocí a Alex.
“Desde mucho antes de conocerlo, Wallace y yo nos juntábamos a ver películas. Éramos dos jóvenes solitarios con un sillón gris, dinero para comprar cervezas cada sábado, y un acervo grande de películas de acción. Con el tiempo agotamos los filmes de nuestras repisas y las de videoclubes y amigos a los que (dos segundos de estática en la grabación). El paso de las películas comerciales a las de culto fue natural: la avidez por nuevo cine nos orilló a no siempre exigir producciones meticulosas, guiones exactos; comenzamos a apreciar en el sinsentido una suerte de arte.
“Tras muchos fines de semana, nos volvimos expertos en ese cine horrendo que tanto nos encantaba. Wallace miraba cada película en silencio, pero siempre, justo al minuto 33, soltaba una sentencia del tipo: ‘vaya, no sabía que el cine de vampiros podía hacerse dejando absolutamente de lado el concepto de expresionismo alemán’. Yo sólo miraba cada película tratando de entender qué clase de mente maligna podía idear historias tan ridículas. Nos obsesionamos; tanto, que pareció lógico hacer oficial nuestra doctrina: inauguramos el Maratón de Carne, Marcianos y Dragones. Pero fuimos más allá; con el tiempo, nos divertíamos pensándolo todo en términos de producción cinematográfica: cuántas cajas de cartón se necesitarían para construir una nave interestelar; cuántos hilos para sostener una montaña iluminada. Bastó una tarde libre para que termináramos creyendo que cada cinta, con sus musicalizaciones absurdas y sus personajes abyectos, existía en otro mundo real donde dios se había quedado sin presupuesto. Se entiende: éramos adolescentes. Terminamos estudiando cine, decíamos en juego, para evangelizar al mundo. Un día tuve que trabajar; Wallace lo mismo, y olvidamos los sábados de Maratón. Wallace persiguió durante un tiempo la idea de hacer cine, hasta que descubrió otro negocio, no sé cual, que le permitía trabajar poco y vivir solo. Yo descubrí en poco tiempo mi falta de talento. Si algo me queda claro después de diez años de haberlo intentado en el cine, es que no tengo el menor talento; de eso no se me puede culpar, la vida es así. Por eso funcioné bien como ejecutivo de ventas en una transnacional, donde lo más que se le exigía a mi creatividad era contar un chiste a costa de algún compañero gordo a la hora de la comida. El mundo se volvió de nuevo un lugar con reglas exactas, edificios de concreto y un dios millonario.
“Algo ruge afuera, ¿se escucha? ¿se escucha en la grabación? (trece segundos de silencio)
“Hasta la tarde que conocí a Alex. Él era del departamento de finanzas del corporativo donde yo trabajaba: sus extremidades parecían hechas de otro material que no era carne; el color de su piel parecía el de la goma de caucho. Su rostro, absolutamente cualquiera. No sonreía nunca. Alex era el tipo que sólo parecía servir para llenar la fila del comedor. Y yo, claro, nunca me percaté de su existencia sino hasta una tarde en la que, fuera de la oficina, lo vi completamente solo, jugando béisbol en el estacionamiento.
“En una plancha baldía llena de autos a medio pagar, sus extremidades chiclosas golpeaban con un bat una bola que volaba hasta perderse en el atardecer anaranjado, atómico, detrás de ese hombre que podría haber venido de cualquier planeta aún desconocido. Eran las seis de la tarde, y la horda de asalariados con corbata, cansados de sentir que le estamos dando nuestro dinero a un corporativo internacional, anidados en la nada del tercer mundo, desfilaban por el estacionamiento como un ejército de robots; Alex no podría haberles importado menos. En esa escena, Alex era un mal montaje en el sitio incorrecto; el hombrecito de la fila del comedor, haciendo las cosas raras que hace la gente rara cuando no la vemos.
“Me acerqué por curiosidad. Lo admito, quería recoger alguna declaración para repetirla al día siguiente en el comedor y mantener mi status de bufón. Algo como ‘estoy entrenando para la Serie Mundial’ o ‘es la terapia que mi acupunturista me recetó para la hernia’. Si yo me hubiera quedado sólo con la imagen del escuálido bateando bolas al horizonte, quizá hubiese logrado incluso que la chica de relaciones públicas me hablara; quizá no estaría en este cuarto viendo las cosas desaparecer, escuchando (seis segundos de estática), esperando que algo caiga del cielo.
“‘Estoy alimentando el meteoro’. Eso dijo.
“Y me explicó que esas bolas de beisbol volaban hasta una capa de la atmósfera donde eran convertidas en carbono puro que se fusionaría con el asteroide que dentro de poco terminaría con la Tierra; que era su manera de asegurarse de que el meteoro no se destruiría al entrar al planeta.
“Recordé que había visto algo parecido años atrás, en una película noruega de ciencia ficción. ‘Es la obra maestra de la estupidez, una joya’, me parece, era la opinión de Wallace al respecto: una civilización que se había quedado sin tecnología en medio de una guerra lanzaba una cantidad descomunal de rocas al sol, hasta que éste reaccionaba, lanzando un rayo láser contra el ejército enemigo. Se lo dije a Alex, que no paraba de batear bolas contra el sol recortado por las casitas desplegadas sobre la colina. Él refirió la película entera, que se llama ‘El día que quemamos el sol’, y corrigió: ‘no es de ciencia ficción, es de política internacional: los noruegos siempre han querido destruir la Tierra’. Eso dijo él; yo no tengo nada contra los noruegos. Y habló de otras tres o cuatro películas relacionadas. Sentí vértigo: reviví los años del Maratón de Carne, Marcianos y Dragones. Mientras Alex bateaba bolas que pretendían ensanchar los alcances destructivos de un meteoro inexistente, yo pensaba en nuestro apostolado. Que se le culpe de todo este caos a mi nostalgia: las breves historias sobre doncellas cibernéticas contrayendo matrimonio con príncipes mitad lagarto mitad hombre, las exploraciones al fondo de volcanes recreados en túneles, los fuegos dibujados que Alex refirió esa tarde, me hicieron pensar que volver al Maratón sería una buena idea. Que mi trabajo era un asco y que Wallace tenía tiempo. Lo cual también era un asco.
“No fui ingenuo como para creer que… (trece segundos de estática) ¿Se escucha? ¿Se escucha ese motor devastando lo que queda de mundo allá afuera? (un minuto de silencio) Es decir, soy adulto ahora. La metafísica sólo serviría de buen entretenimiento. Ahora el recuerdo de esa tarde me queda como la escena inicial de uno de esos videos donde una patrulla persigue al auto de un convicto, de esos en los que uno sabe desde el inicio que todo va a acabar mal. Sin embargo, cualquier duda que me hubiese quedado se disipó, dios me perdone, al día siguiente al pasar, de camino a la oficina, junto a un terreno baldío tapizado de bolas de beisbol.
“Wallace aceptó el regreso del Maratón y la anexión de Alex al ritual con una condición: que el nuevo invitado llevara las cervezas. Así fue: Alex llegó a la sesión con seis cervezas y una mochila a punto de deshacerse bajo el brazo; abrió las botellas y se paró junto a la ventana. De inmediato Wallace retó al invitado: ‘me han dicho que tienes una excelente selección de películas… muéstranos una’. Alex sacó de su mochila un disco tan rayado que yo hubiese jurado no se vería jamás. La película comenzó con estática y entró directo a la escena: en un laboratorio –hecho de cartón, se notaba – unos humanoides planeaban la conquista de la Tierra con un aparato –hecho de cartón, se notaba – que requería de una gema preciosa –que en los flashbacks parecía hecha de cartón – que caería del cielo. Dos de esos humanoides recorrían su planeta, lleno de animales mal montados en la cinta y de escenarios de hule espuma, hasta que, perdidos en un bosque hecho de pedazos de plástico, a punto de ser tragados por una lagartija superpuesta a la imagen, la gema les caía del cielo, como si alguien la hubiese arrojado desde la parte más alta de un set. Con ella vencían al monstruo –que sencillamente desaparecía tras una explosión mal montada – y corrían al laboratorio, insertaban la gema en el cañón y, sin muchas más explicaciones, conquistaban la Tierra.
“Wallace soltó, por primera vez en años, uno de sus veredictos: ‘Vaya, esto es una película que reivindica los valores del guion sobre la producción’. A mí la película me pareció refrescante, todo lo que yo habíamos visto en el Maratón: una producción paupérrima, una trama despreciable. Todo lo que me motivó a (tres segundos de estática). Algo tan mal hecho, que hacía pensar que el mundo no es tanto una mierda.
“Alex sacó otra película, otro disco rayado, se entiende, y luego otra y otra más: esa noche vimos cuatro películas donde primero se hizo una mala referencia a Frankenstein; luego, un ejército de delfines con metralletas sometió a la humanidad; más tarde, los objetos inanimados de una casa liberaron a un espíritu antiguo que mató a una población entera, salvo por un niño que, a gatas, logró vencerlo con una licuadora. Cada película parecía peor que la anterior: o sea, para nosotros, cada vez mejor. Y mientras Wallace emitía sus juicios –‘No sabía que los reptiles de Klingor fueran más humanos que nosotros’; ‘¡Lo sabía! Los monstruos marinos son capaces de sobrevivir en una pelea de espadas’ –, Alex pasó toda la noche junto a la ventana, apenas mirando la televisión algunas veces de reojo, como quien sabe el final de la historia. Poniéndole más atención al cielo, como si ahí estuviera el verdadero final de la película.
“Hasta que la cerveza se terminó.
“En cuanto me empiné el último sorbo de espuma, antes de que nadie notara la falta de nada, Alex salió de su trance junto a la ventana. Tomó sus cosas, abrió la puerta, y apenas alcanzó a decir que iba por más cervezas antes de azotarla. Wallace estaba tan absorto en la película que veíamos, que no se percató de ello. Yo sólo alcancé a pensar que debí pedirle más cosas de la tienda: palomitas, papas, cigarros. Le llamé al celular, pero de inmediato abrió la puerta: traía consigo más cerveza y también lo que yo había olvidado pedirle. Como si en vez de celular tuviese telepatía.
“Desde ese día, las películas de Alex fueron un éxito cada fin de semana. Siempre en cuanto se terminaban las cervezas salía por más. Y volvía con lo que habíamos olvidado pedirle. Parecía otra metafísica suya, acaso la única que importaba. Nos quedábamos hasta que amanecía y más tarde, pasmados ante películas que parecían hechas con tres pesos pero que lograban alterarnos de modos insospechados: saltábamos, cada que una película terminaba Wallace y yo nos mirábamos en silencio, como compartiendo una revelación recién aprendida, que ahora no soy capaz de explicar.
“Alex cada noche miraba la ventana, nada más. Desconozco si él imaginaba, o intuía, o pronosticaba los alaridos de dolor que ahora yo escucho, sentado en el sillón gris de siempre. Ahora una mujer se desgarra en un grito. ¿Se escucha eso en la grabación? ¿Se escucha o es que yo me lo estoy imaginando? (cuarenta y nueve segundos de silencio)
“Pasamos así más de cincuenta sábados, las películas reveladoras, las salidas cronométricas a la tienda, su sombra derritiéndose contra el marco. Por lo demás, a Alex sólo me lo cruzaba en los pasillos de la oficina. Trataba de saludarlo, pero él parecía evadirme. Lo veía con montones de hojas sobre los brazos escuálidos. No hablaba con nadie, no bebía café, no fumaba ni me lo encontré jamás en el baño: sólo corriendo en los pasillos, silencioso como aire acondicionado. Quizá estas parecen las actitudes de un asesino serial; para mí sólo era un apasionado de su arte, atrapado en una oficina para poder pagar la renta; un tipo triste, pero inofensivo.
“Sólo un sábado Alex hizo una cosa extraña: llegó jadeando, más pálido que de costumbre, con extrañas manchas de pintura roja en el cuello. Temblando, sacó de su mochila un disco que puso de inmediato, mientras nosotros lo veíamos como quien mira un zombie después de haber visto demasiadas películas de zombies. Entró al baño y estuvo ahí durante un largo rato, haciendo sonidos extraños, con el grifo del agua abierto durante más de media hora. Mientras, en la pantalla veíamos ‘Las vacas locas de Nur’, donde los bovinos de una granja enloquecían y comenzaban a comer humanos; uno de ellos, el héroe de la película, con pésimo maquillaje –una barba postiza, ropa que lo hacía ver mucho más pesado de lo que era –, debía dejarse comer por el líder de las vacas, para después acuchillarlo desde dentro. El héroe salía del ano del animal cubierto de sangre, cargando vísceras que parecían de hule espuma remojado en catsup.
“Cuando Alex salió del baño, le pregunté dónde había estado; Wallace estaba demasiado concentrado en las vacas tragando familias enteras de un bocado. Aún jadeando, se posó junto a la ventana: ‘Lo de siempre: alimentando al meteoro’.
“Terminó la película, salió por más cervezas, pensé que debimos haberle pedido botana, o refrescos, o ya no recuerdo qué.
“De nuevo pasa un animal extraño frente a la ventana; de nuevo suena el rugido de algo, un lagarto o una máquina. ¿Se escucha? ¿Se escucha todo eso en la grabación? (quince segundos de silencio; un susurro mínimo, un gemido)
“Una tarde de domingo, Wallace y yo conversábamos; nuestro ocio apenas tocaba el desvarío. Mientras anochecía, hablamos del Maratón. Un poco nublado por el alcohol, Wallace aseguró que Alex le recordaba bastante a un personaje de una película que se llamaba ‘Rubik’, que trataba de una civilización perdida que cazaba dragones para ofrecerlos en sacrificio a un dios que al final resultaba ser vampiro. ‘Te sorprendería ver cuánto se parece esa película al concepto que tenemos de socialismo. Decadente’; especificó que Alex se parecía a un personaje que se llamaba Tori que, al final de la película, cabalgaba sobre un dragón a las fauces del Dios Vampiro y lo hacía explotar. Atribuí la comparación a los pensamientos esquizofrénicos de Wallace, que siempre buscaba una explicación cinematográfica a todo. Aseguró que varias veces le pareció ver como extra, o en una breve aparición, a un hombre muy parecido a nuestro escuálido Alex: como el soldado que era sometido por un lobo de peluche; como el bailarín de la décima fila en la película de romance alienígena; como uno de los que corría en pánico mientras el monstruo devastaba la ciudad. Parecía imposible: algunas películas eran de 1975, otras se habían rodado en Japón o en Hungría. Sin embargo por un momento, no sé si Wallace lo compartió, sentí el vértigo de mi adolescencia: imaginé que Alex nunca existió, y que las películas que llevábamos más de un año viendo con auténtica devoción eran producto de nuestra imaginación colectiva. Imaginé este mundo como el producto de otra película de baja producción. Se lo dije a Wallace, quien dijo que no le parecía del todo inverosímil: ‘después de todo, hay películas de cuya existencia no estamos seguros; así como no estamos seguros de que este mundo exista’. Alex había traído muchas cintas que nosotros desconocíamos. ‘El lagarto de la isla Kurev’; ‘Amor en las rocas de Marte’; ‘El extraño caso del Dr. Elm Wozniak’. Nosotros, enterados del cine de culto, nunca escuchamos hablar de ellas sino hasta que Alex las trajo a una sesión donde él mismo evitaba verlas, como quien evita el dolor de un féretro abierto. Aventuramos otras hipótesis que el alcohol nos hizo olvidar, o la razón desechar. Y, dios me perdone, no volvimos a hablar de ello.
“Supongo que si Wallace estuviera aquí, si no hubiera desaparecido ya de este cuarto, estaríamos hablando de ello. Al menos para tratar de entender lo que pasó anoche.
“Veíamos una película de zombies, donde uno de ellos después de muerto recobraba la conciencia y se volvía líder de los humanos contra los propios zombies, que a Wallace le pareció ‘una muestra delirante de la megalomanía que convoca la cristiana noción de la resurrección’. Vimos otra más, una cinta hindú sobre el amor entre un robot y una noble doncella en un futuro decadente y oscuro. Pusimos una tercera; en ese momento se terminó la cerveza y Alex salió igual que siempre. La película estaba rodada en nuestra misma ciudad; eso lo supimos por los edificios, por las calles, por el tráfico. Empezaba de día, en un jardín oculto donde un científico le daba un mensaje secreto a un alto funcionario del Gobierno: un meteoro chocaría cualquier día contra la Tierra. El Gobierno decidía mantenerlo todo en secreto para evitar revueltas, pero un grupo de rebeldes se enteraba de la conspiración y decidía tomar la solución por sus propias manos. Pretendían hacer volar el edificio del Armamento, disparar todos los misiles ahí contenidos y destruir el asteroide. Yo sé: la trama es inverosímil. Pero, como siempre, nos tenía hipnotizados, igual que todas las películas que Alex traía. Mientras veíamos, un par de veces me asomé por la ventana, como tratando de suplantar el peso de Alex recargado contra el marco, observando el cielo como si buscara algo.
“Llegó el final de la película: un hombre enmascarado se acercó al edificio más alto de la ciudad. La cámara temblorosa lo seguía por atrás, mientras el hombre se iba quitando la mochila, una gabardina extraña, la camisa: su cuerpo escuálido recordaba a la piel de un tiburón. Finalmente, se sacaba la máscara y volteaba a la cámara, para mostrar en la mano una bomba, a pocos segundos de explotar.
“¿Se escucha eso? ¿Se escucha el grito de ese hombre, se escucha eso que surca el cielo? (treinta y tres segundos de silencio)
“Wallace y yo miramos al hombre de la bomba. Sabíamos que nos recordaba a alguien. Pronto pasó de ser la reminiscencia de alguien para convertirse en un rostro casi conocido. Hasta que lo vimos nítidamente: el hombre de la bomba era Alex.
“‘Este meteoro ya va a vomitar’, dijo a la cámara, con su rostro de goma y sus brazos de carne hervida, sin mediar una sola expresión. El reloj de la bomba llegó a cero, la imagen se fue a blanco total, y en ese instante tuve que voltear de nuevo a la ventana a ver el cielo iluminándose de improviso.
“Ese fue el instante justo en el que el edificio del Congreso explotó. Como si alguien hubiese recortado la explosión contra el cielo nocturno. Como si un chico la hubiera dibujado sobre el negativo de una película.
“¿Se escucha ese rugido? ¿Se escucha en la grabación? (tres segundos de silencio)
“No terminamos de ver la película; nunca supe cuándo cayó el meteoro. Nótese que digo ‘cuándo’ y no ‘si’. En cuanto pasó la explosión, las ambulancias inundaron la noche. Wallace y yo, aún consternados, corrimos a la ventana; nuestras sombras escurriéndose por el marco. Contrario a lo que esperábamos, las torretas no se dirigían al Congreso, sino al cruce de una calle en la que una lagartija gigante devoraba un autobús. En otra calle, acaso más cercana, un robot emergía de una alcantarilla, lanzando láser por sus ojos. Sobre el horizonte, una nave que yo nunca hubiese alcanzado a imaginar se abría paso entre las nubes. Parecía de cartón. Más lejos, una montaña colapsó; alcancé a ver un hilo rompiéndose sobre ella. Después a Wallace le cayó sobre la cabeza una gema, como si alguien la hubiera dejado caer del techo. De inmediato desapareció en disolvencia, como si alguien lo borrara de un negativo.
“De Alex no he sabido nada. No sé si ahora soy parte de un montaje suyo. Desconozco si las películas que nos mostró son el archivo histórico de un mundo que apenas alcanzó a anunciarnos. No sé si ahora está montado sobre un dragón, piloteando una nave o un robot, casándose con una doncella extraterrestre. No sé si esas películas son capítulos de una historia épica que quiso contarnos para que este universo no se olvidara, o si soy parte de una alucinación, de él o de quien encuentre esta cinta. Sólo sé que allá afuera algo ruge –¿se escucha? – y que pronto caerá un meteoro. Que estoy hecho nudo sobre el mismo sillón gris, que mi nombre es Emiliano Fortes y que estas palabras…”

(la grabación se corta aquí de súbito, con un golpe seco precedido de otro ruido parecido al de una sierra eléctrica contra un tronco)

Espero pues que esta grabación le sea de utilidad. Sé que es poco probable; tómese este acto, ya lo he dicho, como mi última responsabilidad civil. Como usted sabe, el Congreso explotó hace dos días, y no se registró en ningún lado un ataque de lagartija gigante, ni daños a inmueble alguno por causa de un láser o una nave de cartón. La grabación la encontré durante la remodelación de un edificio. Estaba en medio de un cuarto tapiado, vacío (salvo por el polvo), dentro de un edificio al que hace setenta años que no se puede ingresar. La cinta estaba llena de óxido, y escucharla requirió de encontrar un aparato que no se produce desde hace más de medio siglo. La halló uno de mis peones; en condiciones normales, hubiese desechado ese tipo de cosas. Me la dio sólo porque la cinta tenía una etiqueta con el nombre Emiliano Fortes sobre ella.
Verá: mi nombre es Emiliano Fortes. Hasta donde yo sé (hasta donde creía saber) no ha existido nadie con ese nombre nunca antes de mí. No recuerdo haber visto jamás una película como las que se describen, ni haber conocido a un Alex, ni a un Wallace. Ni siquiera haber soñado algo remotamente semejante a lo que la grabación describe.
Ahora temo la cámara de los noticieros cuando descubran esta coincidencia imposible; la camilla del sanatorio mental. Temo el meteoro que, lo sé ahora, se acerca en esta u otra dimensión.
Temo que nuestro Gobierno, sus lagartos, sus naves de cartón y sus montañas sostenidas con hilos, se enteren de una cinta que pondera un mundo en el que nunca existieron.


© Ruy Feben. Todos los derechos reservados.
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* Este cuento comenzó queriendo ser muy corto y, diría yo, fantasmal: apenas iba a ser la crónica de una conversación previa a la caída de un meteoro, de corte más bien simbólico. El cuento creció y se volvió un monstruo sin extremidades; tras muchas noches de edición, se convirtió en el cuento que determinaría el curso del resto de los cuentos. A pesar de eso, decidí no incluirlo en la edición impresa de Vórtices viles por cuestión de espacio. No sé si es el mejor o el peor cuento de la colección; sé que le tengo un cariño especial por todo esto. Hoy lo utilizo como una extensión virtual que quizá sirva para que el lector redondee (o trace una espiral alrededor de) la lectura del resto del libro.

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